Treinta Recuerdos

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(en píldoras)

Eran las primeras horas de la mañana del 20 de julio de 1992 cuando el autobús que nos llevaba de Frankfurt a Génova se detuvo en una estación de la autopista del Brennero. En ese preciso momento y lugar hice mi primer desayuno italiano.

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De regreso del restaurante, la responsable del grupo, junto al chofer (quienes eran los únicos italianos del grupo), escuchaban, alterados, la radio. Ella se puso a llorar y él bajó la cabeza hacia el volante cerrando los puños. Les preguntamos en inglés:

What’s the problem? ¿Qué ha pasado?

―Ayer asesinaron a un juez. ―Sintetizó llorando.

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Montañas violetas que se despertaban, un cuerno con capuchino, y la voz alterada de un periodista que desde Palermo lanzaba palabras y sonidos para mí desconocidos. Este fue mi primer encuentro con la cultura italiana.

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“Era un gran juez. Se llamaba Paolo Borsellino.” La responsable dijo en inglés mientras se secaba las lágrimas y pedía al chofer de continuar hacia Génova.

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Sentado en el fondo del autobús me volteo incrédulo, hacia Natalia, la colombiana del grupo, y digo en modo categórico: “Los italianos están locos. Hazme el favor, ponerse a llorar por un juez.” Ella asiente con la cabeza y cansada mira la autopista.

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Nuestros jueces procesaban a activistas de derechos humanos a 540 años de cárcel y no tocaban a los políticos pederastas. Eran jueces que convalidaban fraudes electorales o liquidaban los bancos nacionales. Eran aquellos que resolvían sólo el 2% del total de los delitos. Para mí, en ese momento, un juez de menos no debía ser un drama.

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¡Qué bella Génova! Mi primera ciudad. El primer Mediterráneo que acaricié. Disfrutaba una tarde de sol en una ciudad semi vacía. Los pocos genoveses con los que me crucé tenían una mirada triste, como si hubieran perdido el camino y las palabras no sirvieran más para encontrarlo.

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Fui a la vieja casa de Cristobal Colón para decir: Aquí estoy. Esta vez atravieso el Atlántico al revés. Génova festejaba los 500 años del descubrimiento de América, pero nadie festejaba en esas calles bellas como silenciosas. Empecé a preguntarme: ¿Quinientos años de qué?

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En la isla de Cerdeña llegó mi primer amor por Italia y con Mimmo la primera persona amiga. Empezaba mi año de intercambio cultural y yo deseaba entender quién era esta gente decepcionada y nerviosa, a ratos encabronada.

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Porque el coraje fue enorme cuando en Ales, Mimmo encendió la tele y del asco de Non è la Rai pasó a las imágenes del funeral de los guardias personales del juez asesinado, mientras los ciudadanos de Sicilia, encabronados, tomaban de asalto la catedral y corrían a empujones a todos los funcionarios del gobierno que estaban adentro. ¡Hijos de puta! Mimmo insultó a esos políticos apagando de golpe el televisor. Después, gritando, calló a Cossiga e Giulio, los perros del vecino que no paraban de ladrar.

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Un anciano perplejo y triste dice al micrófono del periodista: “Se acabó. No hay más esperanza.” Me impresionó profundamente su desesperación. Hubiera querido alzar el volumen de la canción de Fito Páez que escuchaba en ese momento, tan alto, de hacerle llegar la música hasta Palermo: ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.

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Después Trieste. Me acuerdo aún de la llegada zigzagueando por la costa, del momento en que el tren pasaba junto al castillo de Miramar y, emocionado, miraba la ciudad que me acogería por un año. ¿Qué le puedo hacer? Al final soy mexicano: el año se alargó y alargó. Tanto que se multiplicó por más de veinte.

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Y con mi elección llegó lentamente una cultura que se dio por medio de un idioma bello, elegante, ágil, sazonado con kilos de pasta, litros de grappa y café, por canciones que contaban imágenes fascinantes, pero era también un idioma que me preocupaba: a las palabras frescas como desiderio, sogno, anello, compagnia, gioia, se le juntaban otras como omertà, vendetta, pizzo, mandanti e trattativa. Las palabras en Italia curaban y mataban continuamente.

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¿Cómo fue que había tomado un camino preciso? ¿Buscando señales que no tenían nada que ver con mi historia? La culpa fue del pastor John Donne y de sus campanas. Su poema me dejó un tatuaje en el espíritu: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” Sabía que las ondas de choque de Capaci y la calle d’Amelio al final llegarían hasta mí.

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En ese año los nombres de Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, jueces asesinados por la mafia al Sur, y la lucha de Manos Limpias de Antonio Di Pietro al Norte eran los nombres y hechos que se repetían en cada rincón. Quién sabe, en nuestra tierra eran los campesinos, los trabajadores o los estudiantes quienes hacían la revuelta. Parecía que aquí los jueces hacían una revolución particular: el tentativo absurdo de aplicar la ley.

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Un nombre sobresale entre todos: Rita Atria. Poco después de la muerte de mi madre decido de recibirme y hacer los exámenes faltantes. Y entre los temas de posible tesis como filosofía del lenguaje, la teoría de la sociedad civil de Gramsci o la ética juvenil en situaciones extremas, me decido por la última. Me maravilló la fuerza y la determinación de una adolescente que colaboraba con la justicia para combatir la mafia. ¿Dónde nace la conciencia? ¿Cómo se llega a la certeza? ¿Dónde se encuentra el camino justo? Una chica de diecisiete años sabía con certeza absoluta, en el momento del asesinato del juez Borsellino, que el Estado no era presente y que nadie podía protegerla más. Qué triste fue, escribiendo mi tesis, verla volar desde un séptimo piso en Roma. Sola con su desesperación. Creyendo que el Estado se había rendido cobardemente a la mafia.

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Cierra los ojos. No pienses más en esto. Habla en vez de Trieste, de los días de septiembre cuando sopla el viento Bora y un mar esmeralda multiplica con pinceladas la espuma blanca. O de los primeros cafés de Nicolas en las noches cársicas de Opicina. De esas cervezas con Silvia y Drago. Habla de Bolonia y de su gente, de sus platillos espléndidos. Cuenta de esa primera vez en Venecia bajo los copos de nieve; de Siena y de sus locos y maravillosos caballos. Habla sobre todo de Asís y de aquel momento único en que percibiste un Dios. Del gran amor con ojos verdes que desde Kiel te trajo la paz. Platica de tus veinte treinta años. Los treinta amigos y hermanos que dejaste en la Ciudad de México, los treinta vuelos por el Atlántico, esos treinta sueños con sus puntuales derrotas, las treinta fiestas en la torre – terraza, las veinte llamadas telefónicas inconclusas, las treinta personas que desgraciadamente no verás más, los treinta verbos indimenticables, las treinta fotos que merecen salvarse, esa treintena de chicos a los que creías educar y que fueron ellos a darte forma. No sé, hay tanto que contar, pero será para otra ocasión. Hoy es necesario recordar estos jueces héroes que desde el primer día, y por treinta años, los mencionan cada día.

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No bastan más las medidas de 20×20. Observo dos fotografías: Capaci y via d’Amelio. Cuanta locura y deseperación en pocos segundos. Lo que había antes y lo que se convierte después. Arqueología de la violencia. Los autos quemados parecen viejos de cien años; el asfalto pulverizado nos manda a la edad de la piedra; y las personas que socorren parecen muñecos atontados. Testigos mudos y perdidos en el nuevo milenio mafioso. Aprietan los dientes para no hacer notar el llanto, mas sé que igual se les escapa una sentencia: “Llegará la hora de la verdad.” Y sólo ahora entiendo. No eran suficientes las fotos de veinte centímetros por lado. Me hacía falta la profundidad de la imagen. Exáctamente de treinta años.

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“Yo sé todos estos nombres y sé todos estos hechos (atentados a las instituciones y las matanzas) de los que son culpables. Yo lo sé. Mas no tengo las pruebas. Ni siquiera tengo indicios.” Me gusta la idea que se acerca la hora en que nuevos jueces serán en grado de reescribir estas impotentes palabras de Pasolini diciendo claramente: Nosotros sabemos estos nombres y sabemos todos estos hechos (negociación Estado mafia y las bombas del ’92 y ’93) de los que son culpables. Nosotros lo sabemos. Y esta vez tenemos tantos indicios y tenemos las pruebas.

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Recuerda, Carlos. Por ahora, sólo recuerda, aunque en estos tiempos parezca excesivo y hasta impropio recordar. Que otros sepan lo que recuerdas. Y puedan leer lo anotado con tinta roja para entender lo escrito en color negro. Y si los culpables se ajustarán sentencias a modo y se harán prescripciones a la medida, a los otros les tocará escribir la historia. Y es tanto, créanme, porque como dijo Juárez: “…existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará.”

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Recuerda, Carlos. Por ahora, sólo recuerda ese 20 de julio de 1992…

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